La maldición de Plágaro


I La historia

     En aquella época el mundo parecía estar organizado al revés; los gobernantes eran niños, mientras los mayores se dedicaban a entablar disputas y peleas como si fuesen chiquillos. Así, cuando en Córdoba ascendió al califato Hixen II, con 11 años, en León ya reinaba Ramiro III, que había heredado el trono con tan solo 5 años.
¡Tiempos extraños! En el que los señores, dueños de tierras y personas, establecían alianzas de conveniencia, que acto seguido rompían con traiciones innobles y sangrientas. En la naciente Castella, solo el río Ebro, con su caudal en calma, parecía saber cual era su curso y mantenerlo. Pero mientras por su cauce bajaba el agua fría y serena, por sus orillas ascendían como torbellinos los rumores calientes que hablaban de guerra.
     Como en ocasiones anteriores, las malas noticias llegaron raudas hasta aquella esquina escondida del corazón del Condado de Castilla, entre los Montes Obarenes y la Sierra Arcena.
La mayor parte de ellas eran vagas e imprecisas:
- Dicen que hace quince días los moros pasaron por debajo de Laguardia, pero no hicieron amago de atacar.
- La semana pasada arrasaron Sajazarra.
- Algunos piensan que tienen el campamento en Ircio, a orillas del Ebro.
- Hace unos días han divisado unos jinetes a caballo cerca de Lantarón, se cree que son exploradores que envían.


     En pocos días el Valle se fue llenando de inquietud y todas las miradas fueron confluyendo hacia un mismo punto, en espera de una respuesta.
El Abad del monasterio de San Martín de Ferrán llamó a Concejo abierto a todos los hombres del Alfoz de Tobalina, y en el día señalado, de aquél adentrado Otoño de infausto recuerdo, los citados se concentraron en Herrán. Todos los hombres acudieron puntualmente al mediodía; gentes de Ranedo, Cormenzana, Santocildes, Lomana, Imaña, Villaescusa, Santa Maria de Garoña, y de Plagaro, estos últimos con los monjes de su monasterio a la cabeza.
Estaban inquietos, murmurando en corrillos con impaciencia sobre todos los rumores que había llegado de las aceifas de los moros, razón por la que al Abad le costó hacerse escuchar. Sus explicaciones fueron claras y concisas:
- Sabemos por los mensajeros, que han llegado desde el monasterio de San Millán, que la cosecha en tierras de Al-Andalus el pasado verano ha sido ruinosa, en breve tiempo sus gentes y sus ganados acabarán con las provisiones de las alacenas y lonjas, avecinándoseles una terrible hambruna para el invierno. Por ello desde el Califato de Córdoba se han organizado diversos ejércitos con el fin de hacer aceifas, el mandato principal es robar todo lo que puedan.
Los hombres se miraron sorprendidos, pero el Abad, pretendiendo no dar tiempo al murmullo, continuó:
- Por este motivo los moros rehuyen batalla abierta, solo les interesa robar; hasta ahora no se han atrevido a atacar pueblos grandes, amurallados ó monasterios. Los pueblos pequeños y dispersos, como nuestro Valle, serán presa preferida.
Ahora el Abad fijó su vista en la asamblea que se congregaba para escucharle, fue mirando detenidamente a cada uno de los hombres más próximos, continuando hasta que la vista dejó de distinguir los rostros. En todos y cada uno encontró lo que buscaba: el silencio sepulcral que inspira el miedo. Sin escuchar objeción, prosiguió :
- Vosotros sois hombres libres, dueños de vuestras cosechas y vuestro ganado, con la única protección de éste Monasterio que depende de vosotros. Para estas fechas toda la cosecha y el ganado ya está en casa, siendo difícil ocultar la mayor parte. Si cedemos al pillaje, los pueblos y familias mas perjudicadas no tendrán con que sobrevivir al invierno y morirán de hambre.
Nuevamente el Abad vio el pánico y la desolación en el rostro de sus interlocutores. Conocedor de que había ganado la primera batalla, subió el volumen de voz, la exposición estaba hecha, era el momento de arengar:
- Quince hombres en una aldea, ¿Que pueden hacer sino huir con sus familias?
¡Pero todos los hombres de Valle unidos podemos plantar batalla!. Estamos seguros que la mayor parte de su ejercito la dirigen a Pancorbo, para intentar llegar a la Bureba, que es la tierra mas rica en cereales. Otra parte menor seguirá ascendiendo por la ribera del Ebro sin esperar resistencia. Hay que prepararse y hacerse fuertes en el desfiladero de Sobrón, de allí no deben de pasar jamás.

Era el momento de lanzar el reto, de conseguir compromisos, y preguntó:
- ¿Cuántos estáis dispuestos a hacerles frente?
Se levantaron todas las manos, ó al menos, así pareció a la mayoría de los presentes.
Satisfecho por la respuesta, exclamó para finalizar:
- ¡Dios y el Humión nos protegerán!

La actividad durante los días siguientes en el Valle fue inusitada. Ni en los días de más trabajo de Julio y Agosto, durante la cosecha, se había visto nunca un movimiento tal de personas y carros. Todos los varones, desde los niños a los ancianos, acudieron al desfiladero del Ebro bajo las ordenes de los veintidós monjes de San Martín. Estos a su vez se comportaban como auténticos militares, tal vez porque habían leído libros en latín sobre las guerras del Cesar ó en griego sobre la Eneida, el caso es que demostraron dotes de mando y estrategia.
A los muchachos jóvenes los mandaron trepar por las laderas del desfiladero para cortar árboles y matos que después arrojaron junto con rocas y piedras al cauce del Ebro; a los mayores les ordenaron acarrear piedras y arcilla. En cuatro días de trabajo a turnos, levantaron un muro de mas de vente pies de altura, que cerraba el caudal del Ebro en el punto mas estrecho del desfiladero.
Comprobado que el agua empezaba a empantanarse y el trabajo se complicaba, los monjes decidieron colocar en la punta del muro una empalizada y dar la obra por concluida.
Durante la siguiente semana los campesinos contemplaron desde las orillas como el imprevisto pantano defensivo, en el desfiladero del Ebro, se iba llenando día a día, con el consiguiente regocijo de los monjes que declaraban la entrada al Valle por la ribera un paso infranqueable.

II La traición

Lo que para unos representó seguridad y optimismo, en otros generó intranquilidad y desasosiego. Fueron mas de diez días sin saber nada acerca de los moros y sus correrías, ahora las noticias ya no ascendían por la ribera del río.
Los más optimistas pensaron que el ejército de la Media Luna ante tamaño inconveniente, se había dado la vuelta en busca de otros lugares. Parecía que la única forma de que pudiesen llevar un ataque a buen fin, pasaba por desmontar la presa y esperar el desagüe, mucho trabajo para ladrones con prisa.
Los hombres de Plagaro empezaron a temer lo peor, pensaron que los moros, antes o después, acabarían apareciendo como fantasmas; bajando desde cualquier monte, o descendiendo del cielo por gravedad, como cae una manzana al suelo. Así que empezaron a debatir, primero en sus familias, luego en corros, para acabar haciendo un concejo en su monasterio sobre sus presagios y temores. Los plagarines eran de origen mozárabe, sus ancestros vinieron del Monasterio de Valpuesta, fundaron el Monasterio de San Cosme y San Damián y levantaron las casas del pueblo. Sabían sobradamente que en Valpuesta estarían protegidos y en el Valle un mal presagio les acechaba como un nubarrón negro.
Una mañana les vieron partir. Catorce familias, con ocho monjes al frente, tomaron el camino que transcurre paralelo al río Purón, en sentido contracorriente, pasaron por delante del Monasterio de San Martín, con sus carros de bueyes cargados de trigo y centeno, seguidos por el ganado al que arreaban los chavales. El Abad les salió al paso con un libro entre las manos, recitando un pasaje que decía: “hombres de poca fe...”. Más, cuando vio que continuaban su camino, sin parar tan siquiera a atenderle, mirándoles a la cara, les llamó ncrédulos y supersticiosos, infieles como los paganos.

Pasado el desfiladero y cuando ya el Purón es solo un arroyo, escondieron los cereales y el ganado en las cuevas, quedando algunos hombres para su custodia. El resto con los ancianos, mujeres y niños, continuaron dos jornadas más hasta llegar al monasterio de Valpuesta, lugar de procedencia de sus ancestros y en el que se sentían protegidos.
Al anochecer de aquel mismo día corrió la voz de alarma:
- Han divisado un pequeño grupo de moros a caballo descendiendo por la vega del río Ranera, hasta su confluencia con el Ebro.
Llegado a oídos del Abad se temió lo peor, y acertó:
- Han enviado exploradores por la calzada de los Obarenes hasta la confluencia con la calzada romana; por esta última han descendido al Ebro. En no más de dos días pueden estar aquí.
Acto seguido ordenó:
- Que todas las mujeres, niños y ancianos del Alfoz vengan a refugiarse al Monasterio. Los hombres que acudan al Puente Romano de Frias, es paso obligado para franquear el Ebro, allí prepararemos un ejercito para hacerles frente.
Con este propósito al atardecer del día siguiente, veintidós monjes, armados con espadas y escudos, y un ciento de labradores con hoces y carros de paja seca, listos para quemar, se propusieron impedir cruzar el Ebro a los seguidores de Mahoma.
¡Que ingenuos! Antes de veinticuatro horas los moros habían cruzado el Ebro por dos pasos bastante distantes del que les esperaban. Inmediatamente iniciaron los saqueos, mataron a los pocos cristianos que les hicieron frente, e iniciaron la huida con su botín por donde menos se podía prever: por el Norte.
El neonato ejército para la defensa del Valle, solo llegó a equipo de bomberos, cuando observaron las columnas de humo que ascendían del Lomana, primero, y de Santocildes, después. Para cuando acudieron poco ó nada pudieron hacer.


III La Maldición

Transcurridas dos semanas, desde los terribles saqueos e incendios, comenzó a nevar, por lo que los monjes de Valpuesta retiraron la voz de alarma, al considerar pasado el peligro:
- Ahora los moros se retirarán a Al-Andalus con el producto de sus aceifas.
Para entonces se conocía todo el recorrido que habían realizado los guerreros del califato, solo había que seguir su reguero de rapiña y destrucción. Entraron entre los montes Obarenes, pasaron por el Valle de Tobalina hasta alcanzar las Merindades y desde allí regresaron por la Bureba.
Plagaro había quedado intacto, tal vez los moros, al encontrarlo deshabitado de personas y animales, pensaron que había una peste u otra enfermedad y se dieron la vuelta.

Los hombres y mujeres de Plagaro en vísperas del invierno que se avecinaba, presumiblemente duro, regresaron a su pueblo con sus carros cargados de cereales y sus rebaños de ganado integros. Nuevamente volvieron a pasar por delante del monasterio de San Martín de Ferran, esta vez en sentido contrario al de un mes antes. Cuentan que por los alrededores del monasterio se habían quedado algunos ancianos, de los pueblos devastados, que vivían de la caridad al abrigo del monasterio y de un plato de sopa diario que les proporcionaban los monjes; con el desastre no había para más. Una pobre anciana, viendo los carros de grano de los plagarines, se acercó a las mujeres para pedirlas un celemín de trigo, sin recibir la menor atención ó aprecio. Entonces profirió la maldición:

“Pueblo de Plagaro
de corazón avaro
en años mil
serás estéril”

Jamás nadie entendió esta maldición sin rima, ni sentido, que se perdió en el tiempo.
Los plagarines tuvieron hijos, y su hijos más hijos, y con ellos Plagaro fue creciendo, ensanchándose como un nido cuando crece la pollada, con el calor de sus mujeres y hombres al abrigo de la Sierra Arcena.
En la breve historia de Plagaro, consta que un siglo después de la maldición pasaron a depender del Monasterio de San Salvador de Oña y más tarde de los Duques de Frías.
En la memoria popular, historia doméstica de los pueblos sin historia, recuerdan que sobre la vieja Iglesia románica hicieron una Iglesia nueva, piedra a piedra, gota a gota de sudor. En el siglo XIIX construyeron la Casa Rectoral, con Escuela, que fue la admiración del Valle de Tobalina.


IV El Olvido

Aquel día de Otoño de 1971 Benito Pinedo se despertó temprano, cuando aún no había amanecido. No porque le despertarse el gallo, como la mayoría de los días de su vida, pues lo mató la noche anterior junto a las dos gallinas ponedoras, que ya no ponían. Sencillamente madrugó porque cuando debía partir de viaje siempre dormía intranquilo; le ocurría desde niño.
Muy al contrario su mujer, la inductora, había dormido a pierna suelta. Porque su mujer, Pilar Barredo, había sido la inductora, no del exterminio del gallinero, que no tenía importancia, más bien fue un acto de compasión, sino del abandono del pueblo. El último invierno lo pasaron solos en allí y cuando Benito “pilló la neumonía” su mujer pensó que de aquella morirían los dos. Después de cinco días sin remitirle la fiebre y sin transitar nadie por el pueblo, tuvo que bajar por el camino helado hasta San Martín de Don, allí comunicó al capellán del convento su situación.
Mediante el cartero, hicieron llegar el recado al Sr. Cámara médico de Quintana Martín Galíndez quien se acercó ese día por la tarde a ver al enfermo. Vista la gravedad, encargó que viniese una ambulancia urgentemente para ingresar a Emilio en un hospital.
- Una dolencia que bien tratada desde el primer día no es nada, ha estado a punto de constarle la vida.
Dijo el doctor que le trató en la Residencia.
- Así que este invierno lo pasaremos en Vitoria, al lado de los hijos.
Y cada vez que repetía la frase, Pilar daba un suspiro de descanso, lleno de sabia resignación.
A Benito la mañana se le hizo eterna. Sin tarea que hacer y con todo recogido, la casa se le caía encima. Por suerte, hacia las nueve, los ladridos del perro le avisaron que llegaba Emiliano “el trajinero” con la vieja DKV. Emiliano también nació en Plagaro pero marcho unos años antes a Miranda de Ebro, allí cambió las burras por la furgoneta y la mayoría de los domingos se acercaba hasta el pueblo a vender aceite y conservas, mientras repetía siempre la frase:
- Benito, este pueblo esta muerto.
Para las diez de la mañana ya habían cargado sus enseres personales, recuerdos y los pocos muebles en entraban en la furgoneta. Concluida la labor, Emiliano arrancó el vehículo partiendo por la carretera abajo, sin volver la vista atrás.
A la altura del monasterio de las Clarisas de San Martín de Don, Pilar le pidió a Emiliano que parase un momento. Bajo presurosa y entregó las gallinas y el gallo en el torno de las monjas.
- Siempre se portaron bien con nosotros y seguro lo agradecen. Ahora que llega el frío podrán tomar buen caldo caliente.
Al salir al cruce con la carretera principal, que une Trespaderne con Miranda de Ebro, giraron a la izquierda tomando el sentido descendente del curso del Ebro, que sabio y seguro como siempre, parece ser el único que sabe a donde llegará.

En una hora justa llegaron a un barrio nuevo, situado al pie de la nueva circunvalación de Vitoria. Subieron sus pertenencias a un pequeño estudio-apartamento, fruto de los ahorros de toda la vida y la venta de las mejores fincas, y se despidieron de Emiliano:
- Por favor cuida del perro, tiene buenos vientos. Para Semana Santa, que hará buen tiempo, volveremos al pueblo.
Mientras Pilar preparaba la comida, Benito por la ventana contempló el scalectric situado en la carretera frontal a la casa. A esa hora circulaban pocos coches y aquel pedazo de ciudad, visto desde la ventana, era como un cuadro monótono y triste, oscurecido por un cielo plomizo que se desprendía poco a poco, en txiri-miri. Un rato mas tarde observó con estupor como salían unos obreros de Forjas Alavesas, a la vez que entraban otros, y el scalectric repentinamente se llenó de coches para vaciarse en poco tiempo. ¡Que extraño! Tal vez algún día entendiese, que aquí no se trabajaba de sol a sol como en el campo, que el trabajo es un castigo que se reparte por turnos.
Mediada la tarde aparecieron los hijos por el apartamento a saludar a los padres, con un regalo: un televisor de 21” en blanco y negro. Así que después de cenar, temprano como siempre, se puso el matrimonio delante del televisor cómodamente sentados en el sofá de skay, imitación cuero. Pero Benito fue incapaz de poner su atención en aquella radio con imagen, en la que hablaban de cosas que no le interesaban, así que comenzó hacer preguntas, que se respondió el mismo cuando comprobó que Pilar no le prestaba atención alguna:
- ¿ Sabes que fuimos los últimos en casarnos en la Iglesia del pueblo?
- ¿Qué será de las campanas de la Iglesia? Ahora que el pueblo se ha quedado solo ¿No se las llevará algún desaprensivo?
- ¿Y la ermita de los Mártires?, ¿El año que viene quien organizará la romería?
- ¿ Porque iremos en Septiembre a la romería?

Benito aquella noche no consiguió conciliar el sueño pese al madrugón y al cansancio. Después de muchas vueltas y revueltas en la cama se durmió soñando. Soñó con aquel día, cuando era un chaval, que fue a las fiestas de Parayuelo y estando junto a la Fuente de Los Moros una mujer le preguntó de qué pueblo era, el respondió que de Plagaro y ella le contó algo de una maldición:
“Pueblo de Plagaro
de corazón avaro
en años mil
serás estéril”

Al poco rato se despertó aterrorizado con pesadillas, tal era su alboroto que hasta despertó a Pilar.
- He tenido una terrible pesadilla los moros arrasaban Plagaro, se llevaban las campanas de la Iglesia, destruían la Escuela Rectoral, todas las casas del pueblo estaban arruinadas, caídas entre las zarzamoras...
- ¿Pero, de que moros hablas? Benito, sin en pueblo nunca hubo moros, ¡ Ni tan siquiera en fiestas, y mira que iban tipos raros !.



V El Retorno

Aquel viernes de primavera me quedé en el Instituto más de lo acostumbrado. Posiblemente fue el mal tiempo el causante de que permaneciese absorto en la Biblioteca, hasta que descubrí que eran casi las cuatro de la tarde. Intentaba buscar alguna historia que pudiese interesar a mis alumnos de Historia. En otra ocasión y ante el influjo del sol, a las dos en punto, hubiese tirado hasta los cuadernos como un párvulo, ante un prometedor fin de semana en contacto con la naturaleza. Pero no fue así y en mi ingenua búsqueda de temas para mis alumnos casi me quedé sin comer. Finalmente, me encontré a las cuatro de la tarde en un bar de La Cuchi comiendo un bocadillo de calamares. No estaba solo en el bar, en una esquina próxima a la ventana había cuatro hombres, que supuse jugando al tute por el silencio, y un mirón; lo normal, a esas horas. Al rato el hombre solitario, con claro aspecto de jubilado, se me acercó tratando de entablar conversación y empezó como se acostumbra a empezar cuando no hay tema mejor, hablando del tiempo. Inicialmente no le presté mucha atención a mi inesperado contertulio, francamente lo de las témporas lo he oído varias veces y no me interesa. Dijo llamarse Benito y su conversación empezó a cautivarme cuando por instinto, como hacen siempre los de pueblo, se enrolló a hablar de su pueblo y las tradiciones.
Me contó que tenían dos hornos para cocer el pan. Uno en el barrio de arriba, para la generalidad y de uso habitual, y otro en el de abajo, en donde no cocían sino que le usaban como sala de reuniones del concejo y por esta razón le llamaban: “El Horno Concejo”. También me dijo, que desde tiempo inmemorial existía una cuartilla de vino que iba pasando de alcalde en alcalde, con la que el de turno obsequiaba a los asistentes a los concejos.
Curiosa manifestación de autoridad, pensé.
La charla transcurría interesante cuando de repente, aquel hombre de piel curtida por el sol y manos grandes de labrador, entonó los ojos y a punto de llorar me contó la pesadilla que desde hacia meses le perseguía.
Una cosa es que me gusten las historias y leyendas y otra es que me las crea. Quizá era creíble lo que contaba sobre una maldición, pero lo que era totalmente increíble es que esa maldición se hubiese cumplido al marcharse del pueblo. En un momento de arrebato y mas pensando es descubrir los tesoros histórico-artísticos del pueblo que en las maldiciones, le dije:
- Si Ud. Quiere, mañana temprano vamos y me enseña el pueblo. Me gustaría conocer el El Horno Concejo, la Cuartilla del Vino, la Iglesia y la Casa Rectoral de la que Ud. presume salieron eruditos de la Gramática y el Latín, y de paso hacemos unas fotos.
- ¿A que hora quedamos?.
Fue la respuesta de aquella cara iluminada.
A las once de la mañana aproximadamente, de aquel sábado de primavera, abandonamos la carretera que asciende paralela al río Ebro, tomando dirección a San Martín de Don. Benito vino todo el viaje muy nervioso, con la impaciencia de un niño ante algo inesperado. Yo le entendía, toda una vida atada a un pueblo, a un paisaje, a unas gentes y una cultura, no se podía abandonar en unos meses de vida en la capital. Después de tomar tres curvas en ascenso y mientras contemplaba los emergentes trigales, para cuando me quise dar cuenta estábamos enfrente de un letrero que ponía:

PLAGARO


Paré a mirar el pueblo, cuando de repente observé a Benito, estaba pálido. Dirigiéndome a él le espeté:

- ¿Cómo no me has avisado que ya estábamos?
No respondió, descendió del coche en silenció y dijo:
- Creo que la maldición se ha cumplido.














Poco a poco fuimos ascendiendo por las calles de lo que un día fue un pueblo. Todas las casas estaban destruidas, solo la Iglesia, en el Barrio de Arriba permanecía. Instintivamente nos dirigimos a ella, en mitad de la cuesta Benito, volvió a dirigirse a mí y dijo:
- Se han llevado las campanas.
Entendí que había un tono de reproche y de dolor. A fin y al cabo era la Iglesia en que le bautizaron, en la que se caso, bautizó a sus hijos, en la que dijeron el funeral de sus padres... Los principales hitos de su vida, le gustase o no, se habían protagonizado en aquella Iglesia, ahora sin campanas.
A la izquierda del camino estaba la Casa Rectoral con el tejado caído. En la cúspide examinamos la Iglesia, el interior expoliado y en ruina.
Iniciamos el descenso por la parte posterior, caminamos en silencio que nuevamente rompió Benito para decirme, mientras señalaba unas ruinas:
- Esa fue mi casa.
En un silencio absoluto volvimos a coche, dispuestos a emprender el camino de regreso.
Puesto en marcha el coche y después de doblar la primera curva, Benito me pidió parar.
Bajo del coche y se quedo plantando de pie en medio de la carretera mirando hacia atrás.

Yo también bajé y contemplé aquel hombre abatido, casi tan en ruina, como las ruinas del pueblo que un día le vieron nacer. La imagen que proyectaba, era la de un capitán de barco contemplando su hundimiento bajo un mar verde, en el que ya a modo de popa solo quedaba por sumergirse la vieja espadaña de la Iglesia. Con rabia contenida, empecé a preparar mi discurso. Tenía que decirle que la culpa de aquel abandono era de los políticos, de los especuladores, del sistema....de quien fuese preciso, menos de él. Pero antes de que yo empezase, con gesto de resignación dijo:
- Yo se que fue la maldición, la Maldición de Plagaro.
No fui capaz de pronunciar palabra y asentí.

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